Me despierto. Me incorporo lentamente sujetándome la cabeza en un vano intento por parar los martillazos que oigo y siento. Abro los ojos. No hay luz, las persianas están cerradas. Miro a la derecha. Una cucaracha muerta. Alzo una ceja ¿De verdad pagué 70 euros por una noche aquí? Respiro profundamente y una oleada de nicotina se cuela por mi nariz hasta mis pulmones. Maravillosamente desagradable. Que asco. A la vida me refiero. Toda esta fantasía. Toda esta basura que se ha convertido en una pésima función sin público. Sé que soy la mejor actriz, y soy la única que sabe que representa un papel. Los demás, nada. Los demás, mierda. Creo que me vuelvo a la cama.
Me vuelvo a despertar. Un poco de luz se cuela por algunos agujeros de la persiana. ¿No saben lo que son las cortinas? ¡Bah!, que asco de lugar, debería salir por patas antes de que la mugre me coma.
Decido que ya es hora de ponerme los pantalones. Unos vaqueros negros, sucios y arrugados. ¿Qué es esa sospechosa mancha junto al colchón sobre la que he dormido? Oh, Dios. Que bajo he caído.
Levanto el edredón y remuevo las sábanas en busca de mis calcetines, como de costumbre en vez de tardar un minuto en encontrarlos, tardo dos, y lo mismo al ponérmelos. Siempre el doble, siempre a la segunda, nunca la primera.
Salgo por la puerta y el viento me despeina aun más, genial, ya tengo excusa para mi alborotada melena. Así paso la vida, buscando excusas, buscando facilidades, simplificando. Porque lo complicado me marea, me tumba y no me deja levantarme. Es como un yunque en el pecho que me oprime y me encierra, que no me deja respirar.
Y yo…
Y yo…
Me estoy cansando
Me estoy cansando de mi mediocricidad, tanto, que tomaré el camino fácil. El tranquilo, el sencillo.
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